jueves, 2 de agosto de 2007

Aristóteles - Del Estado y del Ciudadano

Capítulo I

Del Estado y del ciudadano

Cuando se estudia la naturaleza particular de las diversas clases de gobiernos, la primera cuestión que ocurre es saber qué se entiende por Estado. En el lenguaje común esta palabra es muy equívoca, y el acto que, según unos, emana del Estado, otros le consideran como el acto de una minoría oligárquica o de un tirano. Sin embargo, el político y el legislador no tienen en cuenta otra cosa que el Estado en todos sus trabajos; y el gobierno no es más que cierta organización impuesta a todos los miembros del Estado. Pero siendo el Estado, así como cualquier otro sistema completo y formado de muchas partes, un agregado de elementos, es absolutamente imprescindible indagar, ante todo, qué es el ciudadano, puesto que los ciudadanos en más o menos número son los elementos mismos del Estado. Y así sepamos en primer lugar a quién puede darse el nombre de ciudadano y qué es lo que quiere decir, cuestión controvertida muchas veces y sobre la que las opiniones no son unánimes, teniéndose por ciudadano en la democracia uno que muchas veces no lo es en un Estado oligárquico. Descartaremos de la discusión a aquellos ciudadanos que lo son sólo en virtud de un título accidental, como los que se declaran tales por medio de un decreto.

No depende sólo del domicilio el ser ciudadano, porque aquél lo mismo pertenece a los extranjeros domiciliados y a los esclavos. Tampoco es uno ciudadano por el simple derecho de presentarse ante los tribunales como demandante o como demandado, porque este derecho puede ser conferido por un mero tratado de comercio. El domicilio y el derecho de entablar una acción jurídica pueden, por tanto, tenerlos las personas que no son ciudadanos. A lo más, lo que se hace en algunos Estados es limitar el goce de este derecho respecto de los domiciliados, obligándolos a prestar caución, poniendo así una restricción al derecho que se les concede. Los jóvenes que no han llegado aún a la edad de la inscripción cívica, y los ancianos que han sido ya borrados de ella se encuentran en una posición casi análoga: unos y otros son, ciertamente, ciudadanos, pero no se les puede dar este título en absoluto, debiendo añadirse, respecto de los primeros, que son ciudadanos incompletos, y respecto de los segundos, que son ciudadanos jubilados. Empléese, si se quiere, cualquier otra expresión; las palabras importan poco, puesto que se concibe sin dificultad cuál es mi pensamiento. Lo que trato de encontrar es la idea absoluta del ciudadano, exenta de todas las imperfecciones que acabamos de señalar. Respecto a los ciudadanos declarados infames y a los desterrados, ocurren las mismas dificultades y procede la misma solución.

El rasgo eminentemente distintivo del verdadero ciudadano es el goce de las funciones de juez y de magistrado. Por otra parte, las magistraturas pueden ser ya temporales, de modo que no pueden ser desempeñadas dos veces por un mismo individuo o limitadas en virtud de cualquiera otra combinación, ya generales y sin límites, como la de juez y la de miembro de la asamblea pública. Quizá se niegue que estas sean verdaderas magistraturas y que confieran poder alguno a los individuos que las desempeñen, pero sería cosa muy singular no reconocer ningún poder precisamente en aquellos que ejercen la soberanía. Por lo demás, doy a esto muy poca importancia, porque es más bien cuestión de palabras. El lenguaje no tiene un término único que nos dé la idea de juez y de miembro de la asamblea pública, y con objeto de precisar esta idea adopto la palabra magistratura en general y llamo ciudadanos a todos los que gozan de ella. Esta definición del ciudadano se aplica mejor que ninguna otra a aquellos a quienes se da ordinariamente este nombre.

Sin embargo, es preciso no perder de vista que en toda serie de objetos en que éstos son específicamente desemejantes puede suceder que sea uno primero, otro segundo, y así sucesivamente, y que, a pesar de eso, no exista entre ellos ninguna relación de comunidad por su naturaleza esencial, o bien que esta relación sea sólo indirecta. En igual forma, las constituciones se nos presentan diversas en sus especies, éstas en último lugar, aquéllas en el primero; puesto que es imprescindible colocar las constituciones falseadas y corruptas detrás de las que han conservado toda su pureza. Más adelante diré lo que entiendo por constitución corrupta. Entonces el ciudadano varía necesariamente de una constitución a otra, y el ciudadano, tal como le hemos definido, es principalmente el ciudadano de la democracia. Esto no quiere decir que no pueda ser ciudadano en cualquier otro régimen, pero no lo será necesariamente. En algunas constituciones no se da cabida al pueblo; en lugar de una asamblea pública encontramos un senado, y las funciones de los jueces se atribuyen a cuerpos especiales, como sucede en Lacedemonia, donde los éforos se reparten todos los negocios civiles, donde los gerontes conocen en lo relativo a homicidios, y donde otras causas pueden pasar a diferentes tribunales; y como en Cartago, donde algunos magistrados tienen el privilegio exclusivo de entender en todos los juicios.

Nuestra definición de ciudadano debe, por tanto, modificarse en este sentido. Fuera de la democracia, no existe el derecho común ilimitado de ser miembro de la asamblea pública y juez. Por lo contrario, los poderes son completamente especiales; porque se puede extender a todas las clases de ciudadanos o limitar a algunas de ellas la facultad de deliberar sobre los negocios del Estado y de entender en los juicios; y esta misma facultad puede aplicarse a todos los asuntos o limitarse a algunos. Luego, evidentemente, es ciudadano el individuo que puede tener en la asamblea pública y en el tribunal voz deliberante, cualquiera que sea, por otra parte, el Estado de que es miembro; y por Estado entiendo positivamente una masa de hombres de este género, que posee todo lo preciso para satisfacer las necesidades de la existencia.

En el lenguaje actual, ciudadano es el individuo nacido de padre ciudadano y de madre ciudadana, no bastando una sola de estas condiciones. Algunos son más exigentes y quieren que tengan este requisito dos y tres ascendientes, y aún más. Pero de esta definición, que se cree tan sencilla como republicana, nace otra dificultad: la de saber si este tercero o cuarto ascendiente es ciudadano.

Así Gorgias de Leoncio, ya por no saber qué decir o ya por burla, pretendía que los ciudadanos de Larisa eran fabricados por operarios que no tenían otro oficio que este y que fabricaban larisios como un alfarero hace pucheros. Para nosotros, la cuestión habría sido muy sencilla; serían ciudadanos si gozaban de los derechos enunciados en nuestra definición; porque haber nacido de un padre ciudadano y de una madre ciudadana es una condición que no se puede razonablemente exigir a los primeros habitantes, a los fundadores de la ciudad.

Con más razón podría ponerse en duda el derecho de aquellos que han sido declarados ciudadanos a consecuencia de una revolución, como lo hizo Clístenes después de la expulsión de los tiranos de Atenas, introduciendo de tropel en las tribus a los extranjeros y a los esclavos domiciliados. Respecto de éstos, la verdadera cuestión está en saber no si son ciudadanos, sino si lo son justa o injustamente. Es cierto que aun en este concepto podría preguntarse si uno es ciudadano cuando lo es injustamente, equivaliendo en este caso la injusticia a un verdadero error. Pero se puede responder que vemos todos los días ciudadanos injustamente elevados al ejercicio de las funciones públicas, y no por eso son menos magistrados a nuestros ojos, por más que no lo sean justamente. El ciudadano, para nosotros, es un individuo revestido de cierto poder, y basta, por tanto, gozar de este poder para ser ciudadano, como ya hemos dicho, y en este concepto los ciudadanos hechos tales por Clístenes lo fueron positivamente.

En cuanto a la cuestión de justicia o de injusticia, se relaciona con la que habíamos suscitado en primer término: ¿tal acto ha emanado del Estado o no ha emanado? Este punto es dudoso en muchos casos. Y así, cuando la democracia sucede a la oligarquía o a la tiranía, muchos creen que se deben dejar de cumplir los tratados existentes, contraídos, según dicen, no por el Estado, sino por el tirano. No hay necesidad de citar otros muchos razonamientos del mismo género, fundados todos en el principio de que el gobierno no ha sido otra cosa que un hecho de violencia sin ninguna relación con la utilidad general. Si la democracia, por su parte, ha contraído compromisos, sus actos son tan actos del Estado como los de la oligarquía y de la tiranía. Aquí la verdadera dificultad consiste en determinar en qué casos se debe sostener que el Estado es el mismo, y en cuáles que no es el mismo, sino que ha cambiado por completo. Se mira muy superficialmente la cuestión cuando nos fijamos sólo en el lugar y en los individuos, porque puede suceder que el Estado tenga su capital aislado y sus miembros diseminados, residiendo unos en un paraje y otros en otro. La cuestión, considerada de este modo, sería de fácil solución, y las diversas acepciones de la palabra ciudad bastan sin dificultad para resolverla. Mas, ¿cómo se reconocerá la identidad de la ciudad, cuando el mismo lugar subsiste ocupado constantemente por los habitantes? No son las murallas las que constituyen esta unidad; porque sería posible cerrar con una muralla continua todo el Peloponeso. Hemos conocido ciudades de dimensiones tan vastas que parecían más bien una nación que una ciudad; por ejemplo, Babilonia, uno de cuyos barrios no supo que la había tomado el enemigo hasta tres días después. Por lo demás, en otra parte tendremos ocasión de tratar con provecho esta cuestión; la extensión de la ciudad es una cosa que el hombre político no debe despreciar, así como debe informarse de las ventajas de que haya una sola ciudad o muchas en el Estado.

Pero admitamos que el mismo lugar continúa siendo habitado por los mismos individuos. Entonces, ¿es posible sostener, en tanto que la raza de los habitantes sea la misma, que el Estado es idéntico, a pesar de la continua alternativa de muertes y de nacimientos, lo mismo que se reconoce la identidad de los ríos y de las fuentes por más que sus ondas se renueven y corran perpetuamente? ¿o más bien debe decirse que sólo los hombres subsisten y que el Estado cambia? Si el Estado es efectivamente una especie de asociación; si es una asociación de ciudadanos que obedecen a una misma constitución, mudando esta constitución y modificándose en su forma, se sigue necesariamente, al parecer, que el Estado no queda idéntico; es como el coro que, al tener lugar sucesivamente en la comedia y en la tragedia, cambia para nosotros, por más que se componga de los mismos cantores. Esta observación se aplica igualmente a toda asociación, a todo sistema que se supone cambiado cuando la especie de combinación cambia también, sucede lo que con la armonía, en la que los mismos sonidos pueden dar lugar, ya al tono dórico, ya al tono frigio. Si esto es cierto, a la constitución es a la que debe atenderse para resolver sobre la identidad del Estado. Puede suceder, por otra parte, que reciba una denominación diferente, subsistiendo los mismos individuos que le componen, o que conserve su primera denominación a pesar del cambio radical de sus individuos.

Cuestión distinta es la de averiguar si conviene, a seguida de una revolución, cumplir los compromisos contraídos o romperlos.



Capítulo II

Continuación del mismo asunto

La cuestión que viene después de la anterior es la de saber si hay identidad entre la virtud del individuo privado y la virtud del ciudadano, o si difieren una de otra. Para proceder debidamente en esta indagación, es preciso, ante todo, nos formemos idea de la virtud del ciudadano.

El ciudadano, como el marinero, es miembro de una asociación. A bordo, aunque cada cual tenga un empleo diferente, siendo uno remero, otro piloto, éste segundo, aquél el encargado de tal o de cual función, es claro que, a pesar de las funciones o deberes que constituyen, propiamente hablando, una virtud especial para cada uno de ellos, todos, sin embargo, concurren a un fin común, es decir, a la salvación de la tripulación, que todos tratan de asegurar, y a que todos aspiran igualmente. Los miembros de la ciudad se parecen exactamente a los marineros; no obstante la diferencia de sus destinos, la prosperidad de la asociación es su obra común, y la asociación en este caso es el Estado. La virtud del ciudadano, por tanto, se refiere exclusivamente al Estado. Pero como el Estado reviste muchas formas, es claro que la virtud del ciudadano en su perfección no puede ser una; la virtud, que constituye al hombre de bien, por el contrario, es una y absoluta. De aquí, como conclusión evidente, que la virtud del ciudadano puede ser distinta de la del hombre privado.

También se puede tratar esta cuestión desde un punto de vista diferente, que se relaciona con la indagación de la república perfecta. En efecto, si es imposible que el Estado cuente entre sus miembros sólo hombres de bien, y si cada cual debe, sin embargo, llenar escrupulosamente las funciones que le han sido confiadas, lo cual supone siempre alguna virtud, como es no menos imposible que todos los ciudadanos obren idénticamente, desde este momento es preciso confesar que no puede existir identidad entre la virtud política y la virtud privada. En la república perfecta, la virtud cívica deben tenerla todos, puesto que es condición indispensable de la perfección de la ciudad; pero no es posible que todos ellos posean la virtud propia del hombre privado, a no admitir en esta ciudad modelo que todos los ciudadanos han de ser necesariamente hombres de bien. Más aún: el Estado se forma de elementos desemejantes, y así como el ser vivo se compone esencialmente de un alma y un cuerpo; el alma, de la razón y del instinto; la familia, del marido y de la mujer; la propiedad del dueño y del esclavo, en igual forma todos aquellos elementos se encuentran en el Estado acompañados también de otros no menos heterogéneos, lo cual impide necesariamente que haya unidad de virtud en todos los ciudadanos, así como no puede haber unidad de empleo en los coros, en los cuales uno es corifeo y otro bailarín de comparsa.

Es, por tanto, muy cierto que la virtud del ciudadano y la virtud tomada en general no son absolutamente idénticas.

Pero ¿quién podrá entonces reunir esta doble virtud, la del buen ciudadano y la del hombre de bien? Ya lo he dicho: el magistrado digno del mando que ejerce, y que es, a la vez, virtuoso y hábil: porque la habilidad no es menos necesaria que la virtud para el hombre de Estado. Y así se ha dicho que era preciso dar a los hombres destinados a ejercer el poder una educación especial; y realmente vemos a los hijos de los reyes aprender particularmente la equitación y la política. Eurípides mismo, cuando dice:

"Nada de esas vanas habilidades, que son inútiles para el Estado,"

parece creer que se puede aprender a mandar. Luego, si la virtud del buen magistrado es idéntica a la del hombre de bien, y si se permanece siendo ciudadano en el acto mismo de obedecer a un superior, la virtud del ciudadano, en general, no puede ser entonces absolutamente idéntica a la del hombre de bien. Lo será sólo la virtud de cierto y determinado ciudadano, puesto que la virtud de los ciudadanos no es idéntica a la del magistrado que los gobierna; y este era, sin duda, el pensamiento de Jasón cuando decía: "Que se moriría de miseria si cesara de reinar, puesto que no había aprendido a vivir como simple particular." No se estima como menos elevado el talento de saber, a la par, obedecer y mandar; y en esta doble perfección, relativa al mando y a la obediencia, se hace consistir ordinariamente la suprema virtud del ciudadano. Pero si el mando debe ser patrimonio del hombre de bien, y el saber obedecer y el saber mandar son condiciones indispensables en el ciudadano, no se puede, ciertamente, decir que sean ambos dignos de alabanzas absolutamente iguales. Deben concederse estos dos puntos: primero, que el ser que obedece y el que manda no deben aprender las mismas cosas; segundo, que el ciudadano debe poseer ambas cualidades: la de saber ejercer la autoridad y la de resignarse a la obediencia. He aquí cómo se prueban estas dos aserciones.

Hay un poder propio del señor, el cual, como ya hemos reconocido, sólo es relativo a las necesidades indispensables de la vida; no exige que el mismo ser que manda sea capaz de trabajar. Más bien exige que sepa emplear a los que le obedecen: lo demás toca al esclavo; y entiendo por lo demás la fuerza necesaria para desempeñar todo el servicio doméstico. Las especies de esclavos son tan numerosas como lo son los diversos oficios; y podrían muy bien comprenderse en ellos los artesanos, que viven del trabajo de sus manos; y entre los artesanos deben incluirse también todos los obreros de las profesiones mecánicas; y he aquí por qué en algunos Estados han sido excluidos los obreros de las funciones públicas, las cuales no han podido obtener sino en medio de los excesos de la democracia. Pero ni el hombre virtuoso, ni el hombre de Estado, ni el buen ciudadano, tienen necesidad de saber todos estos trabajos, como los saben los hombres destinados a la obediencia, a no ser cuando de ello les resulte una utilidad personal. En el Estado no se trata de señores ni de esclavos; en él no hay más que una autoridad, que se ejerce sobre seres libres e iguales por su nacimiento. Esta es la autoridad política que debe tratar de conocer el futuro magistrado, comenzando por obedecer él mismo; así como se aprende a mandar un cuerpo de caballería siendo simple soldado; a ser general, ejecutando las órdenes de un general; a conducir una falange, un batallón, sirviendo como soldado en éste o en aquélla. En este sentido es en el que puede sostenerse con razón que la única y verdadera escuela del mando es la obediencia.

No es menos cierto que el mérito de la autoridad y el de la sumisión son muy diversos, bien que el buen ciudadano deba reunir en sí la ciencia y la fuerza de la obediencia y del mando, consistiendo su virtud precisamente en conocer estas dos fases opuestas del poder que se ejerce sobre los seres libres. También debe conocerlas el hombre de bien, y si la ciencia y la equidad con relación al mando son distintas de la ciencia y la equidad respecto de la obediencia, puesto que el ciudadano subsiste siendo libre en el acto mismo que obedece, las virtudes del ciudadano, como, por ejemplo, su ciencia, no pueden ser constantemente las mismas, sino que deben variar de especie, según que obedezca o que mande. Del mismo modo, el valor y la prudencia difieren completamente de la mujer al hombre. Un hombre parecería cobarde si sólo tuviese el valor de una mujer valiente; y una mujer parecería charlatana si no mostrara otra reserva que la que muestra el hombre que sabe conducirse como es debido. Así también en la familia, las funciones del hombre y las de la mujer son muy opuestas, consistiendo el deber de aquél en adquirir, y el de ésta en conservar. La única virtud especial exclusiva del mando es la prudencia; todas las demás son igualmente propias de los que obedecen y de los que mandan. La prudencia no es virtud del súbdito; la virtud propia de éste es una justa confianza en su jefe; el ciudadano que obedece es como el fabricante de flautas; el ciudadano que manda es como el artista que debe servirse del instrumento.

Esta discusión ha tenido por objeto hacer ver hasta qué punto la virtud política y la virtud privada son idénticas o diferentes, en qué se confunden y en qué se separan una de otra.



Capítulo III

Conclusión del asunto anterior

Aún falta una cuestión que resolver respecto al ciudadano. ¿No es uno realmente ciudadano sino en tanto que pueda entrar a participar del poder público, o debe comprenderse a los artesanos entre los ciudadanos? Si se da este título también a individuos excluidos del poder público, entonces el ciudadano no tiene, en general, la virtud y el carácter que nosotros le hemos asignado, puesto que de un artesano se hace un ciudadano. Pero si se niega este título a los artesanos, ¿cuál será su puesto en la ciudad? No pertenecen, ciertamente, ni a la clase de extranjeros, ni a la de los domiciliados. Puede decirse, en verdad, que en esto no hay nada de particular, puesto que ni los esclavos ni los libertos pertenecen tampoco a las clases de que acabamos de hablar. Pero, ciertamente, no se debe elevar a la categoría de ciudadanos a todos los individuos de que el Estado tenga necesidad. Y así, los niños no son ciudadanos como los hombres; éstos lo son de una manera absoluta, aquéllos lo son en esperanza; son ciudadanos sin duda, pero imperfectos. En otro tiempo, en algunos Estados, todos los artesanos eran esclavos o extranjeros; y en la mayor parte de aquéllos sucede hoy lo mismo. Pero una constitución perfecta no admitiría nunca al artesano entre los ciudadanos. Si se quiere que el artesano sea también ciudadano, entonces la virtud del ciudadano, tal como la hemos definido, debe entenderse con relación, no a todos los hombres de la ciudad, ni aun a todos los que tienen solamente la cualidad de libre, sino tan sólo respecto de aquellos que no tienen que trabajar necesariamente para vivir. Trabajar para un individuo en las cosas indispensables de la vida es ser esclavo; trabajar para el público es ser obrero y mercenario. Basta prestar a estos hechos alguna atención para que la cuestión sea perfectamente clara una vez que se la presenta en esta forma. En efecto, siendo diversas las constituciones, las condiciones de los ciudadanos lo han de ser tanto como aquéllas; y esto es cierto sobre todo con relación al ciudadano considerado como súbdito. Por consiguiente, en una constitución, el obrero y el mercenario serán de toda necesidad ciudadanos; en la de otro punto no podrían serlo de ninguna manera; por ejemplo, en el Estado que nosotros llamamos aristocrático, en el cual el honor de desempeñar las funciones públicas está reservado a la virtud y a la consideración; porque el aprendizaje de la virtud es incompatible con la vida de artesano y de obrero. En las oligarquías, el mercenario no puede ser ciudadano, porque el acceso a las magistraturas sólo está abierto a los que figuran a la cabeza del censo; pero el artesano puede llegar a serlo, puesto que los más de ellos llegan a hacer fortuna. En Tebas, la ley excluía de toda función al que diez años antes no había cesado de ejercer el comercio. Casi todos los gobiernos han declarado ciudadanos a hombres extranjeros; y en algunas democracias el derecho político puede adquirirse por la línea materna. Así también, generalmente, se han dictado leyes para la admisión de los bastardos, pero esto ha nacido de la escasez de verdaderos ciudadanos, y todas estas leyes no tienen otro origen que la falta de hombres. Cuando, por el contrario, la población abunda, se eliminan, en primer lugar, los ciudadanos nacidos de padre o de madre esclavos, después los que son ciudadanos sólo por la línea materna, y, en fin, sólo se admiten aquellos cuyo padre y cuya madre eran ciudadanos.

Hay, por tanto, indudablemente, diversas especies de ciudadanos, y sólo lo es plenamente el que tiene participación en los poderes públicos. Si Homero pone en boca de Aquiles estas palabras:

"¡Yo, tratado como un vil extranjero!,"

es que a sus ojos es uno extranjero en la ciudad cuando no participa de las funciones públicas; y allí donde se tiene cuidado de velar estas diferencias políticas, se hace únicamente al intento de halagar a los que no tienen en la ciudad otra cosa que el domicilio.

Toda la discusión precedente ha demostrado en qué la virtud del hombre de bien y la virtud del ciudadano son idénticas, y en qué difieren; hemos hecho ver que en un Estado el ciudadano y el hombre virtuoso no son más que uno; que en otro se separan; y, en fin, que no todos son ciudadanos, sino que este título pertenece sólo al hombre político, que es o puede ser dueño de ocuparse, personal, o colectivamente, de los intereses comunes.

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